El estruendo del mar cuando rompe contra la arena es determinante, definitivo; "no habrá más sufrimiento" solo la paz de quien ha limpiado su alma y regresa al sitio de donde partió tras haber cumplido con su misterioso designio oceánico.
Quién sabe por qué causa eso es lo que uno puede encontrar en Laxe, una paz marítima y salada, hecha de gentes sencillas; marineros curtidos que a diario se enfrentan a ese mar y a esas olas que huyen de alguna ignota maldad salada.
Mujeres que hablan y ríen en la calle mientras faenan o pasean y que tienen en común el aspecto de sirenas retiradas, de criaturas feéricas, más si cabe las jóvenes, cuyas miradas se pierden en la fronda o en el risueño azul.
Pero Laxe también tiene su zona oscura. El nordeste es intratable, atraviesa rendijas, rincones, cabellos y pieles dejando tras de sí sus huellas, los surcos de un loco. Es el azote de un dios nórdico que igual que embrutece el mar castiga a la tierra. Solo el cielo es inmune a su violencia