Clara
tenía una peculiaridad extraña a los ojos de la gente. Cuanto más dolor sufría
más embellecía. Como si el dolor la cincelase permitiese ella una belleza
sobrenatural, nada convencional ni artificiosa pero si profunda como un abismo.
Quizás fuera porque el suyo no era un dolor de los que sale para afuera,
tormentoso y directo, como una bala, para dañar. Por el contrario Clara incapaz
de vomitarlo lo soportaba dentro intentando transmutarlo en algo bueno. No
siempre lo lograba pero ese solo ejercicio de voluntad y entereza, por muy
flaco que en ocasiones le pareciera a ella, era el origen de su particular
belleza.
En ese
sentido, cuando él la conoció estaba más bella que nunca. Acababa de pasar un
año de impacto, otro de dolor y otros dos de aturdimiento. En enero del 1815
despertó. Como quién sale de un trance, de un largo sueño, de un coma, y no fue
por un beso como el de la bella durmiente, sino porque había mudado de piel, como las
serpientes, y atrás se había quedado para siempre el alma, el abrigo y todas
las pertenencias de la antigua Clara. La que resurgió era más elevada no
sabemos si a consecuencia de la extraña alquimia que crean las palabras de
amor, o porque con los años se firman nuevos contratos de autoestima, se pactan
acuerdos con los miedos o sencillamente nos ponemos tacones más altos. A
consecuencia de ello o a su pesar no solo tenía una luz de estrella en la
mirada, es que tenía la profundidad que
da el haber pasado por la casa de la tristeza, y haber salido cuerda y a salvo
de ella.
De él
por el contrario, nunca sabremos más de lo que escribió y ni siquiera podemos
certificar la autenticidad de su palabra escrita. Para nosotros solo existe en
estas páginas. A veces Clara decía que no había existido nunca excepto en su
imaginación. Muy poco sabemos sobre quién era José Díaz, también llamado por
Clara: Koss.
Según
ella misma contó la primera vez que se vieron fue en el tradicional concierto
de Año Nuevo. Así lo describe; “En la oscuridad de la sala, sin verle siquiera
la cara, lo vi levantarse. En mi interior los tambores comenzaron
a sonar.
Ese mismo día, en el hall del teatro estábamos todos presentes cuando aquel hombre que
había estado apoyado en una columna cercana, fumando con gesto elegante y
distraído y que parecía esperar a alguien, se acercó a nuestro grupo e hizo un
comentario jocoso sobre la calidad del concierto. Nos pareció inoportuno, no porque
tuviéramos vínculo con integrante alguno de la orquesta sino simplemente porque
era el tipo de confidencias que se hacen en privado o solo delante de conocidos
y familiares, y él no era ninguna de las
dos cosas. Pero Clara le rió la gracia. Su risa pareció adquirir un tinte
infantil, festivo, como el que producen las cosquillas en los pies. Se le
iluminó la cara y de los ojos le saltaron chispas de estrella. Un aire entro
lento por su nariz y recorrió su interior llevando su aroma, el de él, hasta
ella, haciéndola estremecer e inclinar la cabeza ligeramente hacia atrás. Él la
miró entonces desesperado, aliviado casi, esperanzado porque había encontrado
una respuesta a su soledad, a su desesperación, a su necesidad de sangre, cuál
si fuera un vampiro, y tenía ya una nueva víctima. Sin embargo en aquel
entonces nadie se percató y pasó mucho tiempo hasta que relacionamos a aquel
individuo con el hombre del que hablaría luego Clara en sus cartas.
Suponemos
que José Díaz era inteligente, decidido y con ese tipo de valor que parece
verdadero pero que solo es apariencia. Encontró la forma de llegar a ella
mediante cartas que alguien le hizo llegar aquella misma noche y que Clara se
guardó de comentar, pero no de contestar. Luego debieron de llegar las citas y
con ellas, el recuerdo de su voz…………….
No voy a contar más, no lo merece.