miércoles, 10 de junio de 2015

Los tambores comenzaron a sonar...

Clara tenía una peculiaridad extraña a los ojos de la gente. Cuanto más dolor sufría más embellecía. Como si el dolor la cincelase permitiese ella una belleza sobrenatural, nada convencional ni artificiosa pero si profunda como un abismo. Quizás fuera porque el suyo no era un dolor de los que sale para afuera, tormentoso y directo, como una bala, para dañar. Por el contrario Clara incapaz de vomitarlo lo soportaba dentro intentando transmutarlo en algo bueno. No siempre lo lograba pero ese solo ejercicio de voluntad y entereza, por muy flaco que en ocasiones le pareciera a ella, era el origen de su particular belleza.
En ese sentido, cuando él la conoció estaba más bella que nunca. Acababa de pasar un año de impacto, otro de dolor y otros dos de aturdimiento. En enero del 1815 despertó. Como quién sale de un trance, de un largo sueño, de un coma, y no fue por un beso como el de la bella durmiente, sino  porque había mudado de piel, como las serpientes, y atrás se había quedado para siempre el alma, el abrigo y todas las pertenencias de la antigua Clara. La que resurgió era más elevada no sabemos si a consecuencia de la extraña alquimia que crean las palabras de amor, o porque con los años se firman nuevos contratos de autoestima, se pactan acuerdos con los miedos o sencillamente nos ponemos tacones más altos. A consecuencia de ello o a su pesar no solo tenía una luz de estrella en la mirada, es que tenía la profundidad  que da el haber pasado por la casa de la tristeza, y haber salido cuerda y a salvo de ella.
De él por el contrario, nunca sabremos más de lo que escribió y ni siquiera podemos certificar la autenticidad de su palabra escrita. Para nosotros solo existe en estas páginas. Quizás incluso no existió nunca excepto en la imaginación de Clara. Nada más sabemos sobre quién era José Díaz, también llamado por Clara: Koss.

Según ella misma contó la primera vez que se vieron fue en el tradicional concierto de Año Nuevo. Así lo describe; “En la oscuridad de la sala, sin verle siquiera la cara, lo vi levantarse. En mi interior  los tambores comenzaron a sonar. 

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